Opinión

¡Qué tío!

¡Qué tío!
Periodismo
Julio 10, 2018 18:39 hrs.
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Armando Fuentes Aguirre ’Catón’ › guerrerohabla.com

A petición de una amable lectora recuerdo una vez más al tío Camacho, a quien mucho se debe recordar. Vivía en el barrio del Ojo de Agua, el más antiguo y tradicional de la ciudad. Todos le daban ese tratamiento, ’tío’, pues en aquellos años -los últimos del antepasado siglo- los saltillenses eran como una sola familia: si alguien era mayor que tú lo llamabas ’tío’; si alguien era de la misma edad que tú lo llamabas ’primo’; si alguien era menor que tú lo llamabas ’sobrino’.

El tío Camacho era un pequeño comerciante muy pequeño. Despachaba en su tendajón de esquina las humildes mercaderías que la gente del barrio necesitaba y podía comprar: el maíz, la leña, el piloncillo, la manteca de puerco, el frijol… Tenía atrás del mostrador el consabido letrero que rezaba: ’Hoy no se fía; mañana sí’, y a más de eso un cromo en el que aparecían dos tenderos, uno arruinado, flaco y miserable, vestido con harapos, los bolsillos del pantalón vueltos de fuera para enseñar que estaban horros; el otro gordo y lucio como capón cebado; sonriente y rubicundo; ataviado con elegante chaqué, corbata de seda de tres visos, leontina para el reloj en el chaleco y alto sombrero de los llamados ’de cinco pores’ porque estaban marcados con cinco X como seña de su estupenda calidad. Al pie del comerciante en bancarrota se leía: ’Éste fió’. Abajo del comerciante próspero decía: ’Éste no’.

Sin embargo, el tío Camacho no hacía caso de esos admonitorios letreros que él mismo había puesto: fiaba a diestro y siniestro (no ha de decirse ’a diestra y siniestra’, prescribe don Félix Fano en su utilísimo ’Índice Gramatical’, publicado por Andrés Botas en el año 47 del siglo XIX). A todos daba crédito el buen tío, y eso lo acreditó bastante y le allegó la bienquerencia general.

No era hombre muy sabidor el tío Camacho: apenas podía escribir su nombre, y eso con ímprobos trabajos, sudando y resudando igual que si estuviera haciendo tarea de forzado. Pero la falta de escuela la suplía con ración abundante de sentido común. Por eso, y por el ascendiente que tenía entre los suyos, la autoridad municipal nombró al tío Camacho juez pedáneo. Eso de ’pedáneo’ se oye muy feo, pero así se llamaban en aquel tiempo los jueces de barrio, cuya competencia en materia, grado, territorio y cuantía era muy pequeña, como si su jurisdicción abarcara nada más un pie. De ahí lo de pedáneo.

Conocía el tío Camacho de los pequeños pleitos vecinales; las faltas de los borrachines; los dimes y diretes entre las comadres. Todo lo resolvía con prudencia y equidad, de modo que sus sentencias gozaban de igual prestigio que las de Salomón, aquel sapientísimo juez y monarca del oriente que -dice el sagrado libro- tenía 500 esposas y 500 concubinas (alguien ha preguntado qué les daría de comer; yo quisiera saber más bien qué comería él). Cierto día una muchacha se quejó con el tío Camacho de haber sufrido abuso irreparable en su cuerpo, con pérdida total de la virtud. El tío hizo que su secretario tomara la declaración de la denunciante -que no gozaba fama de ser casta y honesta-, y luego le entregó la pluma, una de aquellas de ave que entonces se usaban, y le alargó el tintero para que mojara la pluma y firmara su declaración. Pero cuando ella iba a meter la pluma en el tintero el tío Camacho se lo movió, y dos veces más después, con lo que la muchacha no pudo acertar en meter la pluma. Sentenció con solemnidad el tío: ’Si hubieras hecho tú lo mismo nada te habría pasado. Vete y no peques más’.

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